2.-Máscaras

Cuando recobré el conocimiento estaba tirado en el interior del carromato de La Remi y llevaba puesta una máscara antigás. A través de los cristales redondos podía ver la gigantesca nube ocre asfixiándolo todo. Me estallaba la cabeza. Intenté ponerme en pie, pero me mareaba, y me arrastré como pude hasta la parte trasera del carromato. Nos movíamos lentamente, con parsimonia, leyendo uno a uno los baches del camino que nos alejaba de Alagua por la costa. Sobre mi cabeza estaba el carillón de botellas de colores; las botellas querían chocarse pero algún mecanismo había elevado el conjunto y, aunque se bamboleaban, no llegaban ni a rozarse. Miré a mi alrededor. Mi imagen se repetía en el escenario de espejos de La Remi, pero ahora no era un simple espectador, estaba dentro, podía ver las bambalinas, el lugar por donde ella aparecía al comenzar su espectáculo, y la sorprendente caja metálica con  botones iluminados de la que salían tantos cables. Sus distintos elementos me resultaban familiares, en el vertedero rodaban por cualquier parte, sin embargo allí estaban ordenados, y hacían música.
Yo tenía entonces poco más de diez años, las coordenadas de mi vida eran la música y la lucha contra el gas tóxico, y en cierto modo aquello lo banalizaba todo. Como pasarte la vida haciendo fuego con dos palitos y que venga un gracioso y te regale un mechero. No me gustaba, me revolvía las tripas. Deseé que sonara aquella música sin orquesta, para acompañarme, porque me estaba agobiando mucho. El sonido de mi respiración comenzaba a imponerse a todo lo demás. Algo iba mal, el aire que entraba en mis pulmones era tan puro que me costaba respirar.
Hice un esfuerzo y aguanté de mala manera, con el pecho dando saltos, hasta que el carromato superó la zona más densa de la nube ocre. Entonces tuve que separar la máscara de mi cara, dejar que entrara un poco de aire contaminado, no mucho, lo justo para no desmayarme de nuevo. En unos instantes recuperé mi condición de ser aturdido y atolondrado y torpemente feliz. Los mofletes se me pegaron a las paredes de caucho de la máscara y, con la misma tranquilidad que sonreía, me puse a llorar.
 
 Música encerrada,
 y una máscara antigás:
                                    mi mundo roto.
 
Y lloré, vaya si lloré, y con ganas, un buen rato, mecido por el bamboleo del carromato, abriendo y cerrando a un ritmo regular la máscara para poder respirar mi dosis de veneno. Me sentía muy mal, y tuve que echar mano de mi arpa de boca, que siempre he llevado colgada al cuello. Como no podía tocarla con la máscara puesta, me la acerqué a la oreja, pulsé la lengüeta, y sólo con oír la vibración comencé a tranquilizarme. Seguí tocando la misma nota durante mucho tiempo. Alagua iba quedando atrás, y el carromato llegó a la enorme lengua de chatarra que facilitaba en aquella época la salida de la bahía. Entonces comencé a hacer variaciones musicales, cortando la vibración de la lengüeta con los dedos. De ese modo conseguí controlar mi pensamiento.
Recuerdo, qué curioso, cómo es la cabeza de un niño, que de pronto me dio por pensar en el tamaño que tendría la máscara antigás de la mula blanca que tiraba del carromato. Es cierto que me sentía asustado, pero también muy feliz, respiraba mal pero respiraba, y cuando llegamos a lo alto de la cuesta y nos detuvimos en el repecho detrás del Promontorio, ya estaba sentado en el borde del cajón del carromato, con la máscara antigás quitada y con las piernas colgando, pendiente de bajarme cuanto antes para ver qué pinta tenía la mula blanca.
 Apenas se detuvo el carromato, salté al suelo. Del pescante bajaron La Remi y el hombre delgado; la niña de las gafas de titanio cabalgaba encima de la mula. Al verme con la mascarilla en la mano, La Remi se quitó la suya, pero se la volvió a poner casi al instante porque se asfixiaba. Lo mismo le sucedió al hombre delgado, y ambos me miraron con curiosidad. Yo me centré en lo mío, caminé hasta llegar a la cara de la mula y cuando ésta dirigió su cabeza hacia mí y la vi con aquella descomunal careta antigás, no pude contenerme y comencé a reírme como un bobo. La mula se ofendió un poco, y miró hacia el otro lado. Seguí riéndome, cada vez más descontrolado, sujetándome la tripa. La niña de las gafas de titanio se contagió de mi risa, se quitó la máscara y, después de unos segundos riéndose, su cara perdió la expresión, se inclinó hacia un lado, y comenzó a caer desde lo alto de la mula.
 De haber creído que llegaría, hubiera saltado, pero como no lo creí, no salté, y la niña se arreó contra el suelo un porrazo de mucho cuidado. De los que suenan. La Remi corrió hacia ella mientras el hombre largo corría en la dirección contraria, hacia la trasera del carromato. Ella cogió a su hija en brazos y le tapó la boca y la nariz. Llegó el hombre largo corriendo con un tubo de dos colores en la mano, se agachó junto a la niña, quitó la cabeza del tubo, apareció una aguja, se la clavó en el brazo y apretó un embolo. Instantes después la niña comenzó a recuperarse. La Remi le puso la máscara. Luego me miró a mí.
—¿Y tú por qué narices respiras? —farfulló.
Me encogí de hombros, yo también estaba desconcertado. La Remi abrazó a su hija, el hombre delgado la cogió de la mano. Yo me alejé de ellos y corrí hacia el cortado. Bordeando el Promontorio, que ahora se asoma al mar y entonces a una inmensa explanada de lodo, me asomé al borde y pude observar cómo la nube ocre se estaba marchando por el extremo opuesto de la playa. Alagua era un desastre. Había cuerpos tirados por todas partes. Y silencio. Pensé en ir cuanto antes a socorrerlos, mi lugar estaba allí, pero miré la máscara antigás en mi mano y tuve una idea mejor.
 Volví junto a los cómicos. Estaban hablando, y me detuve a escuchar.
—No me importa —decía en aquel momento la niña—quiero quedarme.
—Esta gente nos ha recibido con piedras, son primitivos, todavía utilizan la violencia. Y eso no entra en nuestros planes.
—Violencia simbólica, Remi, simbólica: están civilizados —intervino el hombre largo.
—Da igual. No me fío de ellos, mirad al chico: parece loco y respira gas. Tú necesitas aire limpio, hija. No hay un lugar peor que éste.
—Quiero quedarme. Aquí hay algo importante para mí. No sé qué es, pero sí que es importante. ¿Maestro Dosi...
El hombre delgado, el maestro Dosi, se abrió de brazos hacia La Remi, y de pronto por el rabillo del ojo reparó en mi presencia. Yo les estaba escuchando con la boca abierta y las manos como conchas detrás de la orejas, un modo de prestar atención que les disgustó, desde luego discreto no era. Los tres, y la mula, me miraron como esperando algo, una explicación. Necesitaba ganar tiempo.
—La nube se ha ido —dije—. Ya podéis quitaros las máscaras.
           Se miraron entre ellos, sin decidirse. Mientras tanto yo analizaba su conversación anterior. La Remi acababa de calificar a los habitantes de Alagua como primitivos: el principio de la palabra había sonado alto y veloz, luego atenuado, y, hacia el final, su tono decaía casi precipitadamente. Una persona apasionada, sin embargo ganaba en ella la tendencia a la bondad. El maestro Dosi contribuía a contener esa pasión, había repetido simbólico, manteniendo alto el acento, y prolongándolo: simbÓÓlico. Aquel hombre era un mitigador, reconducía las tendencias, era contundente y esclarecedor. La niña de las gafas de titanio, sin embargo, tenía algo en la voz que impedía toda clasificación. No estaba desde luego a mi alcance comprender de que modo fuerza, determinación y delicadeza se combinaban dando como resultado sonidos cristalinos, frágiles y perfectos como diamantes. Una pureza consternada.
Evidentemente, siendo yo tan niño, no era capaz de formular este análisis con palabras, pero lo hubiera hecho con notas, confiaba en la música, y la música miente menos. Los cómicos eran buena gente, me lo decía el diapasón que latía en mi pecho con calma. Me descolgué del cuello el arpa de boca y me acerqué a ellos. Abrí las piernas, me preparé y, antes de comenzar, les dije:
—Buenas personas. Necesito ayuda, y máscaras. Escuchad.
Empecé a improvisar lo que años después sería mi Preludio del Promontorio, lo que dio origen a esa composición, primero con un toque de lengüeta a fondo, sosteniendo la vibración y  ahuecando la papada para conseguir un sonido acuoso. Alagua. Luego hice un recorrido de punta a punta de la bahía, asignando a cada lugar su sonido concreto, tres notas, que yo utilizaba con frecuencia cuando evocaba musicalmente esos lugares, y así hasta un total de veinte localizaciones. Repetí la secuencia para darle sentido, tres veces, aumentando la velocidad en cada una de ellas, y luego, utilizando estos mismos elementos, les conté lo que era para mí un paseo por la playa de Alagua, añadiendo algunas incidencias traducidas a sonido: un cangrejo que golpea con sus pinzas, una navaja que sale proyectada de su agujero en la arena, los saltarines del fango tocando palmas al atardecer, el desplome casi constante de la basura en los acantilados, y aquel camión que una noche nos despertó a todos, asomando de pronto por el borde del cortado, con sus luces encendidas y su música de otros tiempos, a un volumen brutal, y los días que bailamos en la playa a todo trote hasta que una mañana ingrata enmudeció. Esta parte no creo que la entendieran, los detalles, quiero decir, pero recuerdo que pensaba intensamente en ello.
 Toqué el arpa de boca durante el tiempo suficiente, ni un segundo más, y para finalizar dejé en el aire una vibración tan armónica que sólo una mente cultivada, aunque fuera en lo bravío como yo, sería capaz de concebir.
Les miré, esperando. La Remi se quitó la máscara. El maestro Dosi la siguió. La muchacha de las gafas de titanio se puso en pie, se quitó la suya y me miró a los ojos, con respeto:
—¿Quién eres?
—Yoser Pez.
—Hola, Yoser. Te pido disculpas... no te pedimos permiso... te hemos secuestrado. Lo siento. Me llamo Serena Fala. ¿Cómo podemos ayudarte?
La buena gente, al menos entonces, solía tocarse durante una presentación, de modo que nos tocamos las manos, los antebrazos, y luego pude acariciar a la mula blanca, Caramelo, que no me guardaba rencor por reírme de ella, y me pegó una lengüetada que casi me peina. Era enorme: yo de puntillas con el brazo estirado hasta más no poder no le llegaba ni de lejos al lomo. Ni de lejos.
Como había prisa, y regresar por el mismo sitio era lento y arriesgado,  tomamos un camino más largo. Era una franja estrecha que dibujaba un semicírculo alrededor de Alagua, por el interior, en realidad una arruga que hacía la chatarra al comprimirse antes de caer por el acantilado. Las Arrugas de Chatarra eran fiables, se desplazaban de un modo regular, sin sobresaltos, y las manteníamos bajo control porque en ellas se acumulaba mucho agua potable. Aquel día, cuando entramos en la arruga por el embudo de un costado, observé que a medio camino había una gran mancha verde y se lo indiqué a Serena Fala. Yo iba sentado en la mula, detrás de ella.
—Al llegar allí, hay que tener cuidado con los boches.
—¿Los boches?¿Llamas boches a los taladros?
—A los de color verde. Los azules son blacandekis, y si se te vienen encima y tienes que echar a correr sólo blakis.
—¿Os dan problemas?
—Siempre. Hay demasiados, son traidores, se enganchan unos a otros con sus cables, y crees que te cae uno y te caen un montón.
—¿Sabes por qué el mundo se derrumbó, Yoser? —intervino desde el pescante el maestro Dosi, y él mismo se respondió— Porque era más barato el taladro para hacer un agujero que el taco que iba dentro.
La Remi y Serena Fala le rieron la gracia. Yo no lo hice, de niño detestaba cualquier mención a los Anteriores, los desgraciados que habían convertido el mundo en un inmenso vertedero. Me enfadé.
—Cuando el agua de los charcos se pudre —mentí—, aquí decimos que se ha puesto Anterior. Que alguien te llamen Anterior, es lo peor que te pueden llamar.
Ellos guardaron silencio, y se intercambiaron miradas extrañas. Llegamos a la altura de los boches. Era una acumulación de taladros importante, se había abierto camino entre dos estructuras metálica y comenzaba a invadir la arruga de chatarra. Serena Fala acarició la cabeza de Caramelo. Aminoramos la marcha. El carromato era pequeño, pero el peso de la mula hacía crujir el camino, cubierto por una delgada lámina de agua cristalina. Los boches se movían como una pelota de anguilas adormiladas. Cuando pasamos junto a ellos parecieron notarlo, pero era sólo una sensación.
—¿En el vertedero Rodríguez no pasa esto? —le pregunté a Serena Fala.
—No, allí hay pocos taladros. Pero hay plásticos movedizos. Sitios con capas y capas de plástico, que retienen entre ellas aire podrido. Caminas pensando que es terreno firme, te tragan y te ahogas. Me pasó de pequeña, casi no me sacan a tiempo.
Completamos la mitad del camino. A partir de allí la arruga de chatarra duplicaba su anchura, y Caramelo aceleró el paso. El ruido de sus cascos cogió entonces dimensión, rebotó en las paredes. Sonaba duro, urgente, y por momentos siniestro. Serena Fala comenzó a cantar:
 
El mañana que se fue
(la frase pasó por encima de mi hombro)
bajo las cometas grises
(sentí como arena en los dientes)
                                   todo el odio que dejó (me dolió la frente)
                                   atrapado en el cristal.

            De golpe, se me enturbió la mirada. Le toqué el hombro a Serena Fala, para que se callara, pero ella se limitó a frenar un poco a la mula. Y siguió cantando:
 
                                   Con los restos levanté
                                   el olvido del pasado,
                                   y mi alma reciclé
                                   para verla florecer.

            En efecto. Era ni más ni menos que Cometas grises. El himno.
Imaginad ahora, los que estáis leyendo esto, donde quiera que os encontréis, en el vertedero González, el Pérez, o tal vez más allá. Imaginadlo sobre todo vosotros, los que sois del vertedero Rodríguez, de donde ella procedía, y los de aquí, gentes de Alagua. Imaginad todos. Aquella era la primera vez que se escuchaba la canción más reverenciada de nuestros tiempos, y además en la voz sobrecogedora de la mismísima Serena Fala, y yo, sentado a su espalda, le grité:
 —¡Cállate! ¡Me haces daño!
Ella se calló al instante.
El sonido ambiente regresó, como si hubiéramos atravesado un vacío sólo ocupado por su voz. Y después de su voz, el pecho se te quedaba hueco.
Sentí una mezcla de alivio y pena. Puse mi mano en el hombro de Serena Fala, como disculpándome, sujetándome a ella... La voz de La Remi llegó desde atrás, en el pescante:
—Ten más cuidado cuando cantas, Serena. El chico tiene razón, eso ha dolido mucho.
Por lo tanto, no había sido sólo una impresión mía. Aquella niña, que apenas tendría entonces uno o dos años más que yo, lograba ya combinar de tal modo las palabras y la música que su canto, casi, se materializaba en el aire. Un día su voz y su presencia dejarían anonadadas a multitudes de espectadores, y quizá por eso Serena Fala le replicó a su madre, con tristeza:
—Es que tiene que doler, mamá.
Caramelo relinchó. O dijo algo, vete tú a saber.
 
Llegamos al final de la arruga de chatarra, bajamos hacia la costa y poco después entramos en Alagua. Todo estaba cubierto por una especie de gasa asquerosa de color ocre, algo pútrido que el viento había recogido en algún lugar infecto de la letrina que era la atmósfera, lo había mezclado con cualquier bazofia gaseosa, y nos lo había cagado todo encima. Los cuerpos en la playa parecían peces muertos bajo una red envenenada, seres como en ruinas, abandonados por el tiempo, poco más que un bulto en la basura. Había injusticia y crueldad en ese tratamiento. Serena Fala detuvo el carromato en la explanada. La Remi, el maestro Dosi, ella y yo nos pusimos a gritar. Como respuesta se escucharon a lo lejos gritos desesperados, un redoble de tambor que resistía en algún refugio, el silbido agitado de un grupo de boleadores. De alguna parte nos llegó una voz arrebatada que de pronto se puso a maldecir al cielo. Y, tras ella, por suerte, una chifla butanera que comenzó a clavar dardos de sonido en el aire. Desafiando. Recuerdo también un emocionado solo de guita-bidón, tan lamentable que parecía exigirse a sí mismo una explicación, y que de pronto se le rompió una cuerda y no siguió adelante. Yo me sentía mal porque debería de estar allí tirado, aspirando a morir, o incrementando seriamente mi trastorno mental con el cóctel de gases tóxicos, y sin embargo era sólo un espectador. Un recién llegado a la desgracia. Y estar allí de pie, gritando, sano, mientras todo se había caído a mi alrededor, me produjo una sensación de completo desamparo. Como si no sufrir cuando y donde me tocaba no sólo fuera injusto, sino además imposible. Como si aquel gas tóxico que me estaba destinado, y que otro había respirado en mi lugar, me perteneciera y lo necesitara. Respiré a fondo y tuve una sensación horrible, una confirmación, y, en cuanto la sentí, me definió. Yo, Yoser Pez, no podía respirar aire puro, la cabeza me estallaría si lo hacía, y tampoco podía respirar combinaciones aéreas que no fueran aquella, la de Alagua, salvo que dispusiera de muchos años para acostumbrarme, y eso quise creer entonces, y lo creí durante muchos años, hasta que al final tuve que resignarme. Es un hecho: mi universo se reduce a tres kilómetros cuadrados. Nunca he salido de Alagua. No he podido lograrlo ni con un equipo autónomo cargado con el aire de aquí, y lo intentamos tres veces, que yo recuerde, pero ya hablaré de eso en su momento. O sea, aquel día comprendí que Alagua era mi pecera. Y que por desgracia mi pecera estaba llena de cadáveres. No sabía qué hacer, ni por dónde empezar.
 
Dentro del aire el pez no nada,
muere,
y su espíritu se sumerge hacia el cielo.

 

 

 

Estas memorias

 
            Desde que estoy escribiendo estas memorias soy cada vez más consciente de lo desmemoriado que soy. No es que no recuerde las cosas, sino que recuerdo siempre una versión tan manipulada que su parecido con el original es sólo anecdótico. Tengo casi setenta años, he vivido entre gases tóxicos toda mi vida, y el lector debe ser generoso si quiere considerar lo narrado como realmente sucedido. En realidad yo creo que nadie está capacitado para contar los episodios más trascendentales de su vida, porque si fueron tan trascendentales es debido a que le impactaron mientras sucedían, de manera que mientras estaban sucediendo no los vivió de una forma normal. Pretender recordarlos como fueron es inútil, porque nacieron distorsionados. La primera versión no era ya la buena. Por lo tanto, las personas crecen, y se transforman, como consecuencia de unos sucesos que vivieron fuera de control, fuera de sí, siendo Otro. Amaron y odiaron sin poder evitarlo. En cierto modo su vida les es ajena. Y se lo dice un enajenado, si me permiten la broma.
En cualquier caso, la afirmación de que algo no real puede ser cierto, tal vez le resulte chocante a una persona que no sea de Alagua, pero aquí siempre ha sido algo habitual. Un ejemplo inmediato. Rito Escama cojea de la pierna derecha porque se la rompió, cuando éramos niños, al meterla entre el guardabarros de un coche y un bloque de hormigón que había en la escollera del Este. Eso lo digo yo. Y al decirlo veo la escollera del Este, a Rito, y a su pierna, y la oigo romperse, y le oigo a él no gritar en absoluto, y mirarme con aquellos ojos de besugo asustado. Pues bien, según Tuna Raspa, que tiene una memoria fabulosa, todo eso sucedió en la escollera  del Oeste, justo en el lado opuesto de Alagua, y asegura que ella y yo ayudamos a Rito a salir de entre los hierros. Lo hicimos, de acuerdo, pero yo sería incapaz de trasladar mi recuerdo a la escollera del Oeste, es completamente diferente a la del Este, el sol pega del otro lado, las luces y las sombras de mi recuerdo se volverían allí incoherentes. Y pasaría lo mismo si creo a Jota Sargo cuando dice que no era un guardabarros sino una barra de encofrar. En qué quedamos... Está claro que no somos testigos fiables, pero bueno, al menos hay testigos, y lo inmutable es que la pierna de Rito y algo duro se encontraron con el resultado de una pierna rota. Rito, sin embargo, aquí está la gracia del asunto, cuenta con todo detalle cómo saltó desde el murete de ladrillo que hay donde termina la playa hasta las rocas que hay más abajo, y que cayó mal sobre el musgo, resbaló y la pierna se le tronzó entre dos guijarros. Rito sabe dónde, y lo señala. Han pasado más de cincuenta años, y sigue afirmándolo. También sabe que nosotros desmentimos su versión, y que somos más y tenemos la lógica de nuestra parte por simple acumulación de detalles cruciales, pero el que lleva la pierna rota es él. Y si Rito Escama dice que se la rompió de esa forma y aguanta mejor su cojera creyéndolo, asunto zanjado. Por eso, cuando nos referimos al murete de ladrillo de la playa, todos nosotros lo llamamos el Murete de la pierna rota o el Murete de Rito. Porque lo real no vale nada comparado con la alegría de un amigo. En fin.
También, desde que estoy escribiendo estas memorias, a la caída de la tarde, se deja caer por mi casa del malecón Tuna Raspa, que es consciente de la barbaridad que supone que la poca memoria que legaremos a la posteridad se deje en manos de una persona como yo. Ella tiene que intervenir, como ha hecho toda la vida, si no interviene se muere. Total, le he enseñado este capítulo y después de leerlo con atención me ha comentado:
            —No sé, Yoser, quizá deberías revisarlo a fondo —la conozco, mala cosa, no le gusta—. Ten en cuenta que cada uno de estos recuerdos lo has rememorado tantas veces a lo largo de los años, teniendo cada vez una edad diferente, que no solo es medio falso sino que la persona que lo vive parece que no tiene edad.  Tu personaje, tú mismo cuando eras niño, resulta demasiado maduro e inmaduro a la vez. Siete años y diecisiete... veinte...
            —Eso no tiene importancia. Yo soy así. Siempre lo he sido.
—Eso también es verdad... Afortunadamente no te crees ni la mitad de lo que dices.
—No, para nada. Sólo lo digo para ver qué tal suena.
—Vamos, como un manco dando palmas. Y además improvisando.
           A veces creo que Tuna Raspa lee demasiado, yo no leería los libros que ella lee...
—Sabes, Tuna. Que alguien te conozca más de lo que te conoces a ti mismo, es ofensivo, una invasión de mi intimidad.
—Tú no tienes intimidad, Yoser, o no estarías escribiendo unas memorias.
—Unas memorias, tú lo has dicho. Y en ellas pongo lo que quiero.
—Bueno, eso hay que negociarlo. Yo salgo en ellas, y si vas a poner lo primero que se te ocurra, entonces no me menciones.
—No te enfades, mujer. Cómo no te voy a mencionar si hemos vivido toda la vida juntos. Haga lo que haga, mire donde mire, en cada episodio de mi vida acabas apareciendo tú.
—¿En serio? ¿No te estarás declarando?
—Antes me tiro al mar. Tú no te peinas, Tuna. Si al menos te hubieras peinado una sola vez en la vida. Existen los peines, sabes.
—Es un inconveniente, lo reconozco. ¿Y si me peinara?
—Entonces no te reconocería...
—Ya, ya, eso me suena. Sería como amar a Otra... y se trata de Una... No sé que te hizo más daño a ti: el gas o la retórica.
—La retórica es un gas.
—Y de los más ponzoñosos, por cierto. Vamos a dejarlo aquí. Escucha, desmemoriado, te informo: voy a pasar a máquina cada capítulo de tus memorias, y las voy a poner en los postes del malecón para que las lea todo el mundo.
—Así no evitarás que me contradiga. Contradecirme es para mí más necesario que...
—Lo sé. Qué le vamos a hacer. Puede que tus insensateces no sean la historia de Alagua, pero es todo lo que tenemos. Cuando necesite con urgencia llevarte la contraria, ya te lo diré. ¿Tocas tú el arpa o toco yo los bongos?
Estamos en el porche, somos amigos, hace una tarde asquerosamente tierna, tampoco hay porqué enfadarse...
 —...toca tú los bongos
Tuna Raspa dispara una mano, como una cuchilla, y corta el primer sonido, rozando apenas un bongo, y la mano pasa, y con la otra mano golpea rápido, seco, y luego le da, le da, le da de nuevo, y le vuelve a dar. Esta chica tiene ritmo.
—Dices en serio lo de grapar estas memorias en los postes del malecón.
Asiente con una pierna. En serio, hace eso. Golpeando dos veces el suelo. Y luego dirá que el raro soy yo.
 Incluiré esta conversación en el capítulo. O, para ser exactos, espero que ella tenga a bien incluirla.  Y también el anexo del arpa de boca.
                                                                                             

 
 Scacciapensieri
 
             Por cierto, no he presentado a mi arpa de boca y lo voy a hacer ahorita mismo. De entrada diré que le soy fiel a mi arpa y que siempre he tocado la misma. Me hubiera gustado tener un instrumento personal construido por mí, como todo el mundo en Alagua, pero mi arpa de boca la encontré, cuando era muy niño, tanto que casi no tengo recuerdos anteriores. Todavía puedo verme sentado en el lodo, arañando la basura que bajaba en rampa desde el centro de los acantilados, poco más que un muñeco de carne embadurnado en inmundicia, y entre unas bolsas de basura negras que formaban una gran pelota, justo detrás, apareció aquel paquete del tamaño de mi mano. Un paquetito, porque mi mano era diminuta. Estaba sellado con cinta aislante marrón, aunque las dos primeras capas eran ya apenas celofán, crujían y se desmenuzaban entre los dedos. La persona que lo había sellado trabajó a conciencia, quedaban todavía otras cinco capas. El paquete fue así disminuyendo, y dentro de una bolsa de plástico semi rígido había una cajita metálica. En su interior un arpa de boca con la cadenita de plata que desde entonces la sujeta a mi cuello. Estaba en perfectas condiciones, y no parecía que la habían usado mucho, las muescas que tiene se las he hecho yo con el paso de los años. Es un arpa liviana, cálida, del tamaño de mi dedo corazón, poco más de ocho centímetros de larga. Está troquelada en una chapa de aluminio, con forma de guitarra hueca, que alberga en su interior una lengüeta de acero y la abraza por la base con dos pestañas remachadas. Tiene un baño de color dorado viejo, un adorno de zarcillos en la cara delantera, y en la parte de atrás lleva grabados el made in Italy, dos números de patente, y la finalidad a la que está destinada. Es una “scacciapensieri”, que espanta los pensamientos. Su sonido cura. Cuando yo toco el arpa, cuando la coloco sobre mis dientes y la rodeo con los labios, cuando empujo la lengüeta dentro de mi boca y me convierto en su caja de resonancia, cuando la primera nota vibra en el aire, me siento mejor, más completo, equilibrado, capaz de dialogar y entenderme con mi propia cabeza, y deseoso de hacerlo. Su sonido es grave, exigente, pero al ser tan pequeña la vibración es corta, lo cual se ajusta perfectamente a mi carácter, y viceversa. A lo largo de mi vida he perdido el arpa de boca once veces, y siempre nos volvemos a encontrar.

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