10.-Háblame de Ilina Ileana

Antes de comenzar a escribir este capítulo tan íntimo, salí a estirar las piernas por el malecón. Necesitaba un prólogo en forma de paseo. Hablar conmigo mismo antes de decir. Quizás obligarme a sentir, para no hablar mal, inadecuadamente, o en exceso. Porque nunca se es justo con el amor, se le entrega todo y por eso se le exige demasiado. Y el tema de este capítulo es el amor, inevitablemente.
Pensaba en Ilina Ileana mientras me estaba cambiando las babuchas por las sandalias de suela de goma, y también pensaba en si los temas pueden volverse tan deslizantes y peligrosos como las maderas del malecón cuando la brisa lo engalana con racimos de gotas de mar. Un recurso poético para eludir la cuestión, como tantas otras veces... Me cuesta mucho hablar de las personas a las que he querido, y me resulta casi imposible hacerlo de aquellas a las que amé. La pasión distorsiona, y además está el egoísmo necesario: no verbalizar para que la mejor parte quede sin nombrar y pertenezca por completo al sentimiento. A lo dicho, que tenía un arrebato lírico y me vendría muy bien tomar un poquito el aire.
Salí de mi cabaña con paso melancólico y aunque era mediodía me eché encima una manta. Quería conservar mi calor conmigo, a resguardo, y también facilitar el recuerdo de las muchas veces que estuvimos Ilina y yo debajo de una manta. ¡Cómo le gustaba a aquella chica sudar la gota gorda! Qué hermosa estaba cubierta de escamas brillantes resbalando por su cuerpo. Sudar es sano, me decía, y también esforzarse, Yoser, no tengas prisa, disfruta, que el mundo no se acaba mañana. Fueron noches deshidratadas, bebiéndonos el uno al otro hasta el amanecer. Poco a poco me enseñó a hacer el amor, porque yo no sabía, y ella sí. En ese sentido, me considero un tipo afortunado, y así se lo decía constantemente: ¿Por qué te has fijado en alguien como yo, Ilina? Y ella me levantaba como a una hoja quebradiza, me subía sobre su pecho, igualaba su mirada con la mía, y respondía: No pude evitarlo, Yoser, quererte es natural en mí.
Aunque ésta es una trascripción torpe y chapucera porque las palabras de los amantes sólo las comprenden ellos, sólo sirven cuando ellos las dicen: sólo en el momento de decirlas tienen validez. Entre los amantes es lícito y deseable mentir porque de lo contrario nadie le ofrecería nunca a otra persona el universo entero. Y yo a Ilina Ileana se lo prometí todo, como ella a mí, qué menos, no estábamos juntos para hacer gimnasia. Cuando pienso en ella, aún a mis 71 años y después de una dilatada vida, me basta abrazarme a mí mismo con fuerza y mi nariz recuerda el olor de su pelo. ¡Cuánto la quise!¡Cuánto! Hubiera vivido para siempre sumergido en sus cabellos, desterrado entre sus piernas, navegando por los aires sin otros mandos que sus esferas armilares... Y eso que ahora son palabras, irónicamente encendidas por un viejo, entonces eran hechos: tenían una piel que se podía tocar.
Pero no pudo ser. El primer amor debe ser sólo eso, el primero. Y debe tener un final. E incluso si el primer amor se convierte en el único, también debe darse dos veces. Porque hay que haber perdido un amor y sufrido la pérdida para agarrarse con desesperación al siguiente y no dejarlo escapar con facilidad. Para enamorarse basta con un gesto, para lo contrario hay que estar empeñado en ello, y mejor tener razones poderosas para hacerlo. El amor se malgasta si se usa indebidamente. Yo lo hice, y perdí a Ilina Ileana dos veces. Una tras otra, y casi a la vez. En el curso de una conversación interrumpida cuyas palabras nunca he podido recordar.
Pero da igual, los recuerdos amorosos son una mierda, lo sé porque tengo demasiados y la mayoría no me sirven absolutamente para nada. Yo daría mi memoria y quedarme bobo hasta el final por uno solo de sus besos. Qué suerte que Amor y Ridículo sean incompatibles...
Llegué al fondo del malecón, que estaba mojado pero no tan resbaladizo como este prólogo, y me senté en un banco. En esos momentos el cielo soleado se estaba cubriendo de nubes y  las sombras pasajeras atravesaban el muelle,  entraban en el agua y oscurecían a franjas la bahía. Pero no había lluvia en el horizonte. Era un agua deseada que sin embargo iba de paso, su destino estaba en otra parte. Últimamente no llueve mucho en Alagua, no tanto como debiera... De pronto vi cruzar a lo lejos la chalupa del marisco y mis tripas pegaron un grito que se convirtió en un brazo que se agita frenéticamente. El marisquero levantó un remo en respuesta a mi señal y se dirigió hacia el malecón. La caldereta que lleva a bordo soltaba en esos momentos una densa nube de vapor que llegó hasta el muelle antes que la barca. Langostinos tigre cocidos con algas.
—¿Cómo te va, Yoser?
—Hombre, un poco triste, Anguila.
—¿Triste malo, o triste bueno?
—Triste bueno. Más o menos.
—¿Te pongo un cucurucho grande?
—El más grande que tengas.
—Muy bien, ésa es buena señal, si hay hambre todo funciona.
Anguila me sirvió un cucurucho enorme, rebosante de langostinos humeantes, y cuando le iba a entregar dos monedas de Alagua las rechazó.
—Mientras sigas escribiendo tus memorias, no esperes que yo te cobre, Yoser Pez. No creo que nadie en Alagua lo haga. Ah, y tampoco se te ocurra dejar de llamarme...
—...o vendrás a obligarme a comerlos...
—Exacto.
—Gracias, Anguila.
Anguila sonrió con picardía y luego saco de entre las brasas de la caldereta una corteza de pulpo azul, la golpeó contra la borda y me la entregó guiñándome un ojo. Dejé los langostinos en el banco, la cogí con cuidado y la hice bailar entre mis manos hasta que pude sostenerla sin quemarme. Anguila sabe que me encantan, quería charlar, él es la Voz de la bahía:
—Entonces... Me decías que estás triste porque tienes que hablar de Ilina Ileana, ¿no?
—¡Caramba, no sabía que me seguías tan de cerca...
—Leo todos los capítulos, Yoser, dos veces. Mi hija pequeña los trae de la escuela. Además mi padre contaba cosas de Ilina Ileana y de su máquina de hacer música. La escuchó en varias ocasiones y hablaba de ella con afecto.
—¿En qué sentido...
—Decía que era una persona bella por fuera y por dentro, pero que no había mucha distancia entre ambas bellezas.
—Es verdad, así era Ilina. Ni yo mismo lo hubiera expresado mejor, Anguila. Quién sabe, quizá yo sea el menos indicado para hablar de ella. A fin de cuentas sólo estuvimos juntos cien días...
—¡Pero qué cien días más gloriosos! Además cien días, un segundo, qué le importa eso al amor. El amor existe para reírse del tiempo.
—O para decidir cómo ha de correr a partir de ese momento.
—Cierto, Yoser Pez. Veo que te arrastra la lírica, y que el tema se te va de las manos.
—¿Y que hago, Anguila? Por lo visto soy el mas adecuado para hablar de Alagua, porque siempre estuve un poco distanciado de ella, pero no soy el más indicado para hablar de Ilina Ileana, mi amor, quien más cerca estuvo de mí.
—Paradoja normal y corriente, Yoser, nos pasa a todos.
—Pues yo no voy a renunciar... No, no lo haré.
—Entonces, deja que te ayudemos.
—¿Cómo?
—Tú... deja que te ayudemos...
Me sonó a montaje inmediato, costumbre de Alagua, agarrarse a lo que sea para montar bulla. Anguila se encogió de hombros, me dio la espalda, bajó la caldereta de marisco al suelo de la chalupa, fue a proa y comenzó a desplegar su pequeña vela. No decía nada, sólo sonreía, emocionado por estar participando en esta historia. Deja que te ayudemos, repitió mientras soltaba amarras. Luego empujó fuerte con el remo, se separó del muelle y se agarró a la primera ráfaga de viento en dirección a las marismas. Yo regresé a casa para arreglar la leonera en previsión de tener que recibir visitas.

En teoría el capítulo debería comenzar aquí y ahora, y considerar lo anterior como un prólogo, pero lo cierto es que me he despertado de una larga siesta y aquí no ha venido nadie. No sé quién tenía que venir, la verdad, en Alagua deben quedar una docena escasa de personas que conocieron a Ilina Ileana de cerca. Los demás, como el padre de Anguila, Siluro de las Marismas, el primer marisquero de Alagua, o están muertos o eran entonces demasiado niños para que la leyenda no se haya impuesto a su versión. Porque nosotros dos fuimos leyenda. Pequeñita y local, pero leyenda al fin. Ilina y Yoser: los enamorados que no se pueden separar porque si lo hacen se vuelven locos peligrosos. Bueno, yo me volvía más loco que ella, pero como ella era enorme resultaba mucho más peligrosa. Era extraño, y terrible. En cierta ocasión destrozamos un local de música precioso sólo porque dejamos de vernos unos segundos. La gente pensó que estábamos borrachos, o totalmente salidos. Pasamos dos semanas avergonzados ayudando en la reconstrucción y teniendo que aceptar como ciertas las barbaridades que decían que habíamos hecho estando fuera de quicio. La distancia de la mirada era lo más que podíamos soportar. Mis amigos se dieron cuenta de ello antes que nosotros, y por nuestro bien y el de la comunidad nos obligaron a ir esposados con una cuerda elástica que no daba más de si a partir de los diez metros. Cuando fuimos conscientes de que no podíamos evitarlo, comenzamos a ir siempre cogidos de la mano, pero era tarde, para entonces los niños ya nos señalaban, y los más valientes se atrevían a tocarnos, para tener buena suerte. Un amor así no pasa inadvertido. 
Recuerdo que Aquello comenzó a sucedernos el día siguiente a conocernos, después de pasar la primera noche juntos en el depósito que entonces compartían Tuna Raspa, Jota y Rito Escama. Los tres durmieron esa noche al raso porque nuestros gemidos eran insoportables. También hay que comprenderlo, las pieles se desconocían por completo, el territorio a explorar era inmenso... Y nos empleamos a fondo, éramos unos críos inagotables y aquél era nuestro momento. Noche triunfal cuajada de regalos. Había alrededor de nuestros cuerpos más estrellas que en todo el firmamento. No diré más. Luego conocí otras pieles que también me alimentaron, pero de igual modo que los primeros guisos, los de tu infancia, aquella hierba aromática que el encargado del puchero introducía en la olla, condicionan para siempre tus gustos, fueron aquellas caricias inaugurales sobre el cuerpo de Ilina y alrededor del cuerpo de Ilina y en la amplia extensión que abarcaba aquella chica tan grande y tan rusa, con lo pequeñito que soy yo, las que me harían amar siempre a mujeres del doble de mi tamaño. Oh, gorditas y gigantas, cuánto os he querido, y que viejito me siento no teniendo una gordita gigantesca a mi lado.
Pero en fin. Aquí no llega nadie y yo no paro de escribir y este prólogo amenaza con devorar el capítulo. Voy a intentar evitarlo y centrarme en otra cosa.
Otra cosa.
La siesta me ha sentado bastante bien, pero sigo cansado, agotado de darle a la cabeza. Llevo varios días encerrado esperando un sonido que no acababa de llegar. No me gusta esperar sonidos, presto demasiada atención a las cosas y el crujido de la realidad me aturde, pero tengo que componer una canción para la clase de Aleta la Piedra, que se ha empeñado en presumir de conocerme delante de todos sus compañeros. Intenté resistirme, pero la chiquilla traía una lista de las cosas terribles que me haría si me negaba y como a mitad de su lectura me eché a reír ella ganó la partida. Las niños son seres monstruosos por culpa de la impaciencia: le dije Dame quince días y se echó las manos a la cabeza y tuvimos que dejarlo en dos semanas. Es encantadora, me dio sólo cuatro besos y luego me racaneó un abrazo, que sólo me dará cuando yo cumpla con lo prometido. Hace igual que hacía Ilina, que no tenía otra moneda que su cariño; perder un beso suyo era una amenaza de ruina. Yo rechacé algunos, demasiados, y no debí hacerlo. Es lo que tiene estar pegados todo el rato.
Nada, que no consigo cambiar de tema. No.
çEntonces, qué pasó, además de lo que pasó, aquella noche tan horrible. Qué dijimos en el curso de aquella conversación que se alargaba y se complicaba y raspaba, alternada con sexo duro para calmar los nervios, sexo frío, desapasionado y a la vez desesperado. Supongo que lo dijimos todo y por ello nada concreto. Había demasiadas obviedades, y nosotros dos no éramos tan inmaduros para no reconocerlas. Yo era un restaurador bajito que jamás saldría de Alagua. Ella una rusa imponente y maravillosa, más estepeña que los mantecados, que tenía todo el mundo por delante. Yo la hubiera seguido pero hubiera muerto asfixiado, y ella de claustrofobia de haberse quedado conmigo. ¡Qué noche más amarga! Al amanecer, sentados los dos encima de la manta, nuestros cuerpos se fueron cuajando de rocío y ya no había palabras. ¿Cómo matas el amor en su presencia? ¿Cómo le dices y ordenas al amor que se detenga?¿Se puede hacer eso? Ilina no podía. Yo tampoco. Entonces: ¿quién tomó la decisión? El amor, sin duda. El amor como entidad independiente de los propios amantes. El amor, que nos salvaba como personas porque sabía que él no se perdería en nosotros. Que a pesar de todo seguiríamos amando. Que si habíamos amado así, con exagerada hermosura, significaba que disponíamos de reservas de amor para toda la vida, para varias vidas. Amar era esencial en nosotros, estaba confirmado, de hecho nosotros sin amor no éramos ni seríamos nunca nada.
Pero así estaban las cosas. Si Ilina y yo seguíamos juntos saltaríamos en pedazos. Entonces, no sé, de algún modo supe que debía equivocarme. Por eso cometí dos errores, y la perdí dos veces, ya que con una no hubiera sido suficiente. Puede que yo dijera (primer error):
—A partir de este momento, voy a hacer un esfuerzo por dejar de quererte.
—¡Pero qué dices! No te dejaré, Yoser. No dejaré que dejes de quererme.
—Hasta decirlo, suena complicado, Ilina. Lo nuestro es empalagoso.
—¡No seas miserable!
—Admítelo, no poder separarnos en ningún momento es un asco.
—Te equivocas, es muy bonito.
—Parezco una lapa pegado a una roca...
—Menuda imagen de las narices, podías haber pensado otra (eso es cierto).
—Voy a soltar esta cuerda que nos une, y luego me alejaré de ti.
—Adelante. Hazlo si puedes.
 Y lo hice. Y del mismo modo que no recuerdo en absoluto las palabras de la conversación recuerdo con total nitidez todo lo que no fueron palabras. Aquella maldita manta estaba tirada a los pies del Promontorio y cuando me desaté de Ilina y me puse en pie y comencé a separarme de ella supe de inmediato que sólo con iniciar el gesto ya lo había logrado. Puedo verme caminando, lentamente al principio, con dejadez más tarde, y sentía cómo a mi espalda una mano invisible, el amor de Ilina, me clavaba sus uñas e intentaba aferrarse pero no se sujetaba. Desde el interior de su cabeza me llegaban sus gritos. Su boca, sellada. La playa es larga, y perderse de vista difícil. Cuando quiso darse cuenta, ya me había ido. Se quedó allí, quieta, perpleja. Que yo me hubiera alejado de ella sin volverme loco era duro, pero que ella siguiera cuerda después de haberme marchado debió de resultarle espantoso. Si yo no la quería, ella a mí tampoco. No al menos de ese modo. Aquello tan radical que definía nuestra relación había desaparecido en un instante, con un simple desafío. Antes era así de grande, luego más pequeño, y luego nada.
Decía el escritor Giorgio Manganelli que una persona moralmente irreprochable no escribe libros. Lo reconozco, soy un mal bicho, aunque tenga una capacidad prodigiosa para justificarme. Ya dije antes que fueron dos los errores, y el segundo, mucho más cruel que el anterior, consistió en regresar junto a ella unas horas más tarde. Seguía en el mismo sitio, estaba rabiosa. Conseguí que me mirara a los ojos y reanudamos la conversación. Como último recurso, buscando una explicación razonable que nos salvara, puede que ella dijera:
—¿Nunca has pensado que aquella primera noche en el depósito de tus amigos pudimos sencillamente intoxicarnos? Piénsalo, Yoser. Tú venías del Horizonte oxidado, después de años al aire libre, y yo de un largo viaje también en el exterior. Allí encerrados los dos, sudando a mares, con los poros abiertos y expuestos a la contaminación...
—Eso no explica nada, Ilina.
—¿Y si algún producto químico se adhirió a nuestra piel, y sólo estando juntos nuestros cuerpos podían soportarlo? Puede que se nos haya pasado el efecto, nada más...
—Eso es delirante, Ilina. No te esfuerces. Yo no me voy a ir a ninguna parte (segundo error, es ruin hasta el juego de palabras, un restaurador no va a ninguna parte.)
—¿Qué dices?
—Yo te quiero, y nunca dejaré de quererte. Si regresas dentro de cien años, estaré aquí queriéndote. Seguiré a tu lado hasta que seas capaz de marcharte.
—No me hagas eso, Yoser.
—Entonces, haré lo que tú me digas.
—Tampoco me hagas eso.
Un silencio largo. Concluyente.
—Compréndelo, Ilina, hemos sido capaces de separarnos y no ha sucedido nada.
—Ha sucedido todo, Yoser. Es como pisar una flor de verdad y luego decir: Ves, no era de plástico. Desgraciado, con ciertas cosas no se juega.

Y tenía razón, en el caso de que dijera eso, pero allí de lo que se trataba era de evitar que hubiera más de dos víctimas. Nosotros dos lo resistiríamos si el amor no salía dañado. Repito que las órdenes las daba él, y conste que no lo digo por escurrir el bulto. Saber amarse en la decadencia del amor, por triste que sea, contiene más grandeza que ninguna otra cosa. Ilina lo comprendió al final, y supo amarme mientras se veía obligada a dejar de hacerlo, y con mucha más ternura de la que yo merecía. En cien días eternos vivimos todas la edades del amor. Apenas niños al conocernos, ancianos en la despedida.
 
Por fin. Ya escucho en el malecón el traqueteo del carruaje de Tuna Raspa. Miro por la ventana. Viene acompañada de Rito Escama, Jota, y un hombre mayor que desde aquí no me suena. Oigo mucho ruido a mi espalda y por la otra ventana veo desembarcar a un grupo numeroso de gente que viene con Anguila. Traen barbacoa grande, dos cajas de anchoas, o puede que sean sardinas, y un bombo descomunal e instrumentos suficientes para montar una orquesta. Nos van a dar las mil. Sigo escribiendo luego.
 
Ahora es luego, y es medianoche. La orquesta de los amigos de Anguila está interpretando en estos momentos Háblame de Ilina Ileana, una pieza breve que compuse a los diecinueve años, lo primero importante después del Preludio del promontorio. En cierto modo la reunión de hoy responde a aquella súplica de enamorado. Después de que Ilina se marchara de Alagua, yo preguntaba a todos los que llegaban por ella, y algunos sabían, del Vertedero Rodríguez, y de lugares más lejanos. Su manera de tocar el tractor de la mantequilla, una vez amplificado en Alagua, no pasaba desapercibido en ninguna parte. Su música, ha quedado.
El hombre que venía con Tuna Raspa, al que antes no reconocía porque sufre de una dolencia de espalda que le hace parecer mucho más viejo de lo que es, se llama  Navaja de Nácar. Hacía muchos años que no lo veía. Tuvo hace muchos años un local de música terca, un sitio fascinante, y entonces se comentó en Alagua que tal vez vendría a actuar Ilina, pero sólo era un rumor. Los demás ancianos de esta fiesta han traído cosas que le pertenecieron a ella, en Alagua todo lo relacionado con el amor acaba en una cajita, incluso una manecilla del tractor que un día se rompió y recuerdo que Tuna Raspa fabricó una idéntica, la rota se conserva, increíble, y también algunas grabaciones toscas de sus actuaciones en directo, ya que entonces estábamos comenzando con ese tema. Sin embargo, Navaja de Nácar fue amante de Ilina. Poco antes de que ella se fuera, casi un año después de nuestra ruptura. Aunque ahora va muy encorvado es mucho más grande que yo, entonces era casi de la talla de Ilina. Un hombre duro como pocos, al que siempre he respetado. Hemos hablado de ella, de algunos gestos sencillos que sólo nosotros podíamos atesorar. Le he preguntado porqué no la siguió, él no es un restaurador, cualquier mortal lo hubiera hecho.
—Para ver ciertas cosas hay que cerrar bien los ojos, Yoser Pez. A Ilina ni tú ni yo le llegábamos a la altura de los patines.
—Era excesiva para cualquiera. Amar como ella lo hacía era un delito, y nosotros demasiado críos.
—No lo éramos tanto. Nunca comprenderé porque la dejaste, sólo un sabio puede ser tan idiota. Y tú eres sabio, de eso no hay duda, conseguiste sobrevivir.
—¿Me lo reprochas?
—Si Ilina me hubiera querido la mitad que a ti, hubiera muerto mil veces.
—Muy heroico, pero poco práctico.
—Tú lo has dicho: Practico. ¿Te quedó mucha alma después de dejarla?
—No me digas eso, hombre.
—Te lo mereces. Parece mentira... Yoser Pez, de Alagua, el que escribe nuestra memoria... El mundo ha vivido desde el principio para soñar con tener lo que tú tenías y despreciaste. Amar es la única cosa verdaderamente seria que hacemos en toda la vida, la prueba irrefutable, la credencial de la existencia. Si te queda algo de dignidad, escribe esto que te cabo de decir. Espero no volver a verte en mi vida.
Navaja de Nácar se marchó de la fiesta. Quisieron llevarle pero dijo que prefería volver caminando. Lo hizo con lentitud, apoyado en su bastón, deteniéndose, demorándose para que yo lo describa aquí y ahora. Su gesto, queda. Sus palabras, quedan.
Voy a concluir aquí, porque me muero de vergüenza. Perdonad.

....................................................................................
 Volver
....................................................................................