12.- El peso de las piedras

¿Y quién no muere al pie de la letra?
(Alejandra Pizarnik)
Me desperté una mañana después de una noche más agitada que de costumbre y el manuscrito del Preludio del promontorio había desaparecido, y con él mi arpa de boca. De entrada me alarmé, ya que ambos estaban prácticamente soldados a mi cuerpo: la partitura en su bolsa impermeable cruzada sobre mis hombros, y el arpa de boca sujeta al cuello con su cadena roñosa, pero después de echar un buen trago me tranquilicé, me tranquilicé mucho, y supuse que en un arrebato de confianza me los había dejado olvidados en el refugio de Alta Mar, con quien pasaba últimamente largas veladas observando la Lengua de chatarra, disfrutando del extraño modo que tenía él de dirigirla, y bebiendo sin medida. Alta Mar y yo nos habíamos hecho muy buenos amigos, y este suceso, nuestra amistad, había acelerado de pronto la vida y la había llenado de proyectos temerarios. El más ambicioso de todos tenía relación con el Preludio del promontorio, que Alta Mar reverenciaba y había convertido en objeto de estudio, y que yo me empeñaba en estrenar a toda costa. Sin embargo, fui a verle a su refugio y lo encontré en un estado casi tan lamentable como el mío. Me dijo que llevaba encerrado más de una semana, en completo descontrol, sin ver a nadie, lo cual me extrañó porque yo pensaba que habíamos estado juntos la tarde anterior, aunque no sabía dónde. Entonces hice memoria y caí en la cuenta de que no recordaba nada de los últimos siete días. Nada de nada. Como la pérdida era importante, nos pusimos en marcha y salimos juntos a buscar mi rastro por los bares de Alagua, sobre todo en el barrio de los Acantilados, y durante varias horas Alta Mar desplegó sus dotes de buen conversador y extorsionador de palabras, pero siete días perdido en la niebla del alcohol son muchos días incluso para un chaval de diecisiete años con capacidad para beberse él solo toda una taberna, y además los taberneros son por oficio desmemoriados, así que apenas sacamos en claro que todo el mundo me había visto borracho en todas partes, pero sin que nadie acertara a decir de dónde venía y qué dirección concreta tomé a continuación. Inútil también preguntar por el manuscrito, ya que la bolsa de plástico que lo protegía se camuflaba perfectamente con mi ropa y nadie había reparado en su existencia, aunque, afortunadamente, sí se podía seguir la pista del arpa de boca por los lugares en los que había interpretado alguna pieza para ganarme un trago, o sea, casi todos. Concretando, la noche anterior, poco después de la caída de la tarde, había animado a una multitud de sedientos que comenzaba a ocupar la barra de mi local favorito, la Herida abierta, con un simpático y frenético zapateado al compás del arpa de boca. Una pieza muy alegre y pegadiza, según todos los testigos, y por lo visto la repetí en una docena de locales que conducían inexorablemente al Abrevadero. Allí terminaban con frecuencia mis juergas solitarias, ahuyentando con el arpa de boca mis pensamientos frente al camino de salida de Alagua, el que nunca podría tomar, pero al final resultó que en el Abrevadero no me habían permitido tocar porque apenas me mantenía en pie, aunque lo intenté, y al intentarlo me corté los labios. Cuando me lo dijeron, me toqué el labio superior, y en efecto estaba cortado, y también me dijeron que si quería saber más preguntara por el maestro Dosi. Al parecer, él y yo habíamos discutido acaloradamente, de madrugada, llegando a zarandearnos. Yo no suelo zarandear a la gente, así que supuse que él me había zarandeado a mí y yo lo zarandeé para que dejara de zarandearme, que es como empiezan las peleas más tontas. En cualquier caso esta pelea la ganó el maestro Dosi: yo mismo le había entregado el manuscrito, y luego arrojado a la cara el arpa de boca. Al parecer. Dijeron.
            Mientras íbamos a buscar al maestro Dosi, que para Alta Mar era sólo un profesor de la escuela, alguien muy respetado y en cierto modo lejano, le puse en antecedentes de nuestra relación. Le conté que el Preludio del promontorio  había sido compuesto gracias a la ayuda material del maestro, y al asesoramiento de La Remi y de Serena Fala, y después de escucharme atentamente llegó a la misma conclusión a la que estaba llegando yo según se lo contaba, o sea: por culpa del alcohol mi obra estaba ahora en manos de sus verdaderos dueños. Así planteado suena horrible, es como ponerle precio al viento... pero cuando llegamos a la puerta de la escuela y salió a recibirnos Serena Fala comprendí que el Preludio había dejado de pertenecerme para siempre.
            —Lo siento mucho, Yoser —me dijo ella, entregándome el manuscrito y también el arpa de boca—. Comprende que teníamos que hacer algo. La decisión fue… conjunta.
            —¿Conjunta? De un Conjunto al que no pertenezco yo…
            Había pasado mucho tiempo desde nuestro último encuentro. A Serena Fala se la veía cansada, avejentada de responsabilidades, y desde luego no estaba para muchas contemplaciones. Casi había olvidado que mirarla a los ojos era quedar a su merced, así que me limité a recoger el manuscrito y el arpa de boca con la cabeza gacha. Al tener el arpa en mis manos sentí mucho asco pensando en otra saliva que no fuera la mía sobre ella… Y comencé a marearme:
            —¿Y no podíais haber esperado a que estuviera sereno…
            —Hace demasiado que no lo estás, Yoser… Teníamos miedo a que la obra se perdiera, o se malograra en una corrección insensata, en un arrebato de los tuyos. Sólo hemos hecho una copia… El arpa la necesitábamos para el tono, compréndelo…
            —No esperes que te dé las gracias.
            —Pues deberías. Es un elogio que alguien se tome tantas molestias para preservar tu obra.
            —Y qué pensáis hacer con ella... si no es mucho pedir…
            —Nada. Sólo guardarla, durante un tiempo razonable. Luego la escuela se plantearía en serio estrenarla.
            —Eso mismo quiero yo…
            —La diferencia es que tú lo quieres, pero nosotros lo haremos.
         Por unos instantes, Alta Mar, que estaba a mi lado, se alejó ligeramente. Eso hizo que le mirara con reproche, pero él me sostuvo la mirada, cortésmente, dejando que decidiera yo. Sentí ganas de vomitar.
            —Le prometí… a mi amigo —dije, apoyándome en la pared— que él dirigiría el Preludio el día de su estreno. Nosotros pensamos formar una orquesta... sólo de restauradores.
            Serena Fala cabeceó y apretó los labios con fuerza. Yo sentí una arcada.
            —¿Una orquesta? Ya, bien... ¿Y qué haréis, reclutaréis a los músicos en los bares? ¿Y tú, sabes dirigir? —le preguntó a Alta Mar.
            —Sí.
            —¿Y qué has dirigido?
            —Dirijo el flujo de chatarra de la Lengua.
            —¡No seas chiflado, la Lengua de chatarra se dirige sola...
            —...pues eso.
            Serena Fala me miró con extrañeza, y con rabia, frunció el ceño. Yo le sonreí, muy forzado, y luego miré a Alta Mar. Lo vi borroso. Me retiré unos pasos hacia atrás, corrí a la ventana, y vomité. Corto, pero consistente. Me limpié la boca con la mano, y regresé:
            —Alta Mar conoce muy bien el Sonido… —expliqué, como si nada— ha estudiado durante años la infinidad de materiales que circulan por la Lengua de chatarra, existe un ritmo, una afinidad de conjunto, una posibilidad de previsión, y lo curioso es que Alta mar sabe en cada momento qué sonido viene a continuación.   
            —Ya… Pero no es lo mismo ver llover que hacer que llueva…
            —Si sabes dónde va a caer cada gota, no hay mucha diferencia, ¿no crees?
—¿Es un chiste profundo...?
—Sólo es cuestión de confianza, Serena. Y de tener una buena partitura. Los músicos de una orquesta deben conocer a fondo la obra que interpretan, el director sólo está allí para escucharlos a todos, para confirmarles que ese momento está sucediendo en la realidad...  Y Alta Mar tiene esa facultad, una vez comenzada una secuencia sabe cuales son los pasos…
De pronto, en algún lugar de la escuela, se escuchó un golpe significativo, y al instante Alta Mar reprodujo con un chasquido de su boca el sonido residual que recorrería el pasillo unos segundos después. Entonces llegó a nuestros oídos ese sonido residual, y fue impresionante porque dio la sensación de que imitaba a Alta mar, incluso las leves diferencias parecían defectos del sonido y no suyos. Serena Fala sonrió, sorprendida. Y también complacida:
—Buen truco… No sé, puede que sea una buena idea eso de montar una orquesta sólo de restauradores. El Preludio habla de Alagua, y desde luego nadie más original de Alagua que vosotros... De acuerdo, la escuela esperará. De momento es vuestro proyecto. Pero, por favor, Yoser,  no cambies la obra...
—No pensaba hacerlo, Serena. Y menos ahora que hay una copia. La doy por terminada, la verdad, es un alivio… ¿Me podéis hacer alguna copia para mí? Así evitaría la tentación de cambiarla…
Serena Fala hizo un mohín. Yo sonreí con malicia. No debía de haberles resultado fácil copiar el Preludio en las escasas horas que había pasado lejos de mí, bueno, desde que me lo había arrebatado con malas artes y sucia retórica el maestro Dosi, que por cierto no ser atrevía a dar la cara. Se notaba que el original lo habían desencuadernado y vuelto a encuadernar, casi podía imaginarme a un grupo de alumnos aplicados con trazo firme sobre el pentagrama copiando notas al amanecer… Serena Fala guardaba silencio, como esperando un trato. Entonces Alta Mar señaló la ventana por la que yo acababa de vomitar y, al fondo, en el límite de la escuela, un muro derruido y viejo que  no conseguía frenar el avance de la arena de la playa.
—Necesitamos cuatro copias —dijo Alta Mar—, una para cada sección de la orquesta. Y luego que cada músico se haga la suya propia. Cuatro copias, y comida suficiente mientras levantamos aquel muro. Un muro mejor, más eficaz, claro...
Alta Mar comenzó a dibujar con sus manos una gran ola de viento, y a chispear arena con sus dedos, y a crear un escudo con las palmas ahuecadas. El muro perfecto. Y yo allí, asintiendo y sonriendo como un bobo por lo ingenioso que era mi amigo, sin percatarme de lo mucho que pesan las piedras.
—De acuerdo —dijo Serena Fala—. Hay trato.
Alta Mar y ella se dieron la mano. Yo acepté, encogiendo los hombros. Pensé que aquello duraría una semana, como máximo. Y me equivoqué. A lo dicho. ¡Lo que pesa una piedra!
 
 
 
Por supuesto, años más tarde, Alta Mar sería el encargado de dirigir la orquesta sinfónica de reciclaje que estrenó el Preludio del promontorio. Fue todo un acontecimiento, lo anunciamos durante meses, cada persona que salía de Alagua llevaba octavillas informando de la inauguración del fabuloso y magnífico y singular Auditorio, una fiesta por todo lo grande que duraría varios días, con múltiples actuaciones musicales, danza, comida, bebida, desenfreno y, como colofón, el Gran concierto. Acudió una multitud, y resultó todo un éxito, es de sobra conocido. Pero lo que más me preocupa ahora es pensar que nada de todo aquello hubiera sucedido sin la vomitona que desvió la atención hacia aquella dichosa ventana, y sin la consiguiente propuesta de un amigo chiflado que creía mucho más en mí que yo mismo. Una combinación sospechosa que ya entonces me hizo sentir desvalido ante la cantidad de azar que admitía en mi vida, y a la propensión a juntarme y dejarme arrastrar por otras personas que actuaban de igual modo. Por los bichos raros, los irregulares, los improvisadores. ¡Un muro a cambio de unas partituras!, a quién se le ocurre proponerlo y a quién secundarlo! A dos tipos con resaca, sin duda. Y aunque Alta Mar se consideraría por siempre responsable, y me pediría disculpas en todos y cada uno de los muros que ocuparon buena parte de nuestra vida como canteros, yo sé que fue aquella serie de borracheras mías el desencadenante de todo. Y lo importante no es que bebiera sino por qué lo hacía. Ahora sé, porque le he dedicado tiempo, y un razonar que con los años se ha vuelto más humilde y descarnado, que aquel aturdimiento alcohólico que se alargó tanto como para obligar a personas más responsables que yo a quitarme de las manos el Preludio, era la sombra lastimera que quedaba después del paso de Ilina Ileana. En capítulos anteriores me he mostrado duro ante la memoria de aquel amor tan extremo, mi primer amor consistente, he intentado pasar de largo pero reconozco sólo era una máscara, la misma que utilicé entonces. Porque ciertas renuncias son definitivas, y alejar de mi lado un amor como el de Ilina fue concluyente: le estaba diciendo al destino que no quería sus favores, que tuviera lo que tuviera sería el resultado de mi esfuerzo, y eso es mucha chulería y mucho desafiar. El destino es cruel cuando le  obligan a ofrecer cada vez todas la opciones posibles. Por eso creo que las decisiones relevantes de mi vida, como ser un compositor que vive de levantar muros de piedra, fueron el resultado de una improvisación desesperada, un salir del paso a trompicones, un mareo ante el exceso agobiante de oferta, y con frecuencia no las tomé yo sino que asistí a la toma de esas decisiones que tanto me concernían como un testigo con la capacidad mental disminuida. Lanzaron la moneda cuando yo estaba despistado, dormido, borracho o de resaca. Esa era su venganza. Por haber renunciado a un amor perfecto que a pocos seres humanos se les regala, el destino me privaría del libre albedrío cuando más lo necesitara. Desde entonces el motor de mi existencia ha sido la rectificación de un sinfín de errores cometidos en primera instancia, por precipitación, por poder escogerlo siempre todo sin tener talento para acertar. Me he equivocado tanto que la mitad de mi tiempo he tenido que dedicarla al intenso tenaz agotador extenuante trabajo de la redención. Una carga.
Aquel muro de piedra de la escuela fue por tanto proverbial. Para nosotros el primer trabajo seriamente remunerado, y debimos escoger otro, desde luego, uno más leve, y menos esforzado. El trabajo. La comida. El trabajo. El descanso. El trabajo. Así es el ciclo que unos consideran condena y otros bendición. Para mí tiene mucho de ambas cosas. Desde que el mundo es mundo hay estrellas en el cielo mirando con clara perplejidad al género humano trabajando para ganarse la vida. Cuando eres joven te apañas con cualquier cosa, como Alta Mar y yo, tocando por los bares, o ejerciendo de nacarado dentro del anonimato de un grupo, luego sucede algo catastrófico en nuestras cabezas, se hacen proyectos y todo se complica. Como si hubiéramos nacido a la luz con vocación de tinieblas. Añoramos lo oscuro, el vientre de la tierra, cuando éramos gusanos inquietos en busca de un pensamiento. No sé cual fue el pensamiento que me despertó a mí. Acaso nadie sabe cuál fue el suyo. Acaso no importa...
La escena concreta que entonces se grabó en mi memoria, la que aún permanece, comienza con la imagen de nuestros pies sucios, calzados con rudas y polvorientas sandalias de tiras de plástico trenzado, caminando y hundiéndonos en la arena. Alta Mar va delante, lleva el paso decidido y, de vez en cuando, se detiene para esperarme. Yo estoy bastante atontado, voy mirando al suelo, el sabor a bilis llena mi boca. La resaca envuelve mi cabeza, golpea mis sienes, mi cerebro dolorido... Recuerdo el dolor, los pies, las sandalias, el dolor, los pies que se mueven, y más dolor.
—¿Te encuentras bien? Si quieres lo dejamos para mañana.
Puedo ver los labios mudos de Alta Mar, dibujando estas frases, gritando sin gritar, paralizado en un grito...
En el siguiente parpadeo de mi memoria, estamos los dos parados junto a la puerta de un coche descapotable, de color verde oliva, que hace de cancela en el muro derruido. Aunque más que un muro parece un amontonamiento de ladrillos de chatarra mal alineados, al estilo de la época. Entonces, las piedras no eran muy apreciadas y lo normal eran encajonar y compactar chatarra preparando bloques de diferentes tamaños según las necesidades del momento. Había también la costumbre de aprovechar el calor de las hogueras nocturnas y meter entre las brasa recipientes metálicos llenos de plástico triturado, que al día siguiente se habían convertido en una pieza maciza, jaspeada, que tenía cualidades aislantes. Pero nosotros éramos restauradores, nuestra tarea consistía en limpiar el mundo, y en Alagua nos tocaba hacerlo de este modo. Reivindicar la piedra fue nuestra misión.
En mi tercer recuerdo me veo rodeado de niños pequeños, y estoy dando explicaciones. Y luego en una clase de niños mayores, dando también explicaciones. Al final aquel primer muro se convirtió también en una trampa porque a mí me vinculaba de nuevo con la escuela, y con los niños que querían conocer a Yoser Pez, y preguntarme cosas, y pedirme consejos sobre composición musical, y los más mayores compartir conmigo sus reflexiones sobre el Preludio... Por pura insistencia me obligaron a ser su maestro. Supongo que yo me dejé. Y el trabajo de cantería que iba a durar unos días se alargó semanas, y las cuatro copias pasaron a diez y, ya puestos, a cien, una para cada músico de la orquesta que aún no existía y a la que muchos ya querían pertenecer.
Cuando puse la primera piedra del muro de la escuela no sabía adónde iba, mis planes no llegaban tan lejos, que diría McCarthy, pero el poner la última ya era un cantero reconocido y lo sería para siempre. Fue entonces cuando comencé a escribir mi segunda obra importante: Háblame de Ilina Ileana. Era un homenaje. Un amor importante encerrado en notas que no podían contenerlo. Al escribirlo y reconocer el inmenso valor de esa pérdida, comencé a madurar.
 
 


(Extracto de la conferencia que impartí diez años después en la inauguración del noveno curso de canteros de Alagua. Verano del Año 120 d.d.d.)


LA PIEDRA BONITA
No os voy a engañar. Las piedras pesan una barbaridad. Hasta la piedra menos pesada pesa lo suyo, o no le llamaríamos piedra, esto es obvio. Lo que ya no es tan fácil de comprender es que las piedras tiene un gran peso subjetivo, lo cual les confiere, por arte vicario, un alma. O sea, las piedras saben lo que hacen. Pongamos un ejemplo. Por ejemplo. Las piedras pesan mucho menos de lejos que de cerca, lo cual es un reclamo, una trampa que obliga al infeliz que las encuentra a levantarlas y moverlas y buscarles una nueva posición, ya que cambiar de posición es el objetivo vital de las piedras, o de lo contrario las engulle la tierra. La necesidad obliga. Y la necesidad confiere racionalidad. Las piedras también pesan más al cogerlas y comenzar a levantarlas que mientras se están levantando y colocando, como si aflojaran peso para asegurarse de ser levantadas y luego lo aumentaran para que no se las deje caer, con evidente riesgo de romperse o al menos rajarse, luego las piedras tienen instinto de conservación. Además, si no se las deja en un lugar seguro, bien asentadas, las piedras son groseras y amenazantes, parecen del doble de su tamaño, y si una vez se te cae una encima jamás lo olvidas, detenerla es casi imposible cuando cae y busca aplastarte un pie... Bromas aparte, puedo hablar de las piedras durante días y atribuirles tanta sabiduría proyectiva como a la vida misma. En realidad, después de la música de lo único que entiendo es de piedras.
            Supongo que la mayoría de vosotros os habéis apuntado a este curso de cantería  porque alguien os ha dicho que es un oficio noble, que tiene muchas salidas y que es una alternativa profesional a la tradicional y cada vez más despreciada albañilería chatarrera. Yo os podría decir que es cierto, animaros a seguir adelante y presentaros un futuro animoso y alentador. No lo voy a hacer, no tengo tiempo ni ganas. Lo único que de verdad nos debería interesar aquí son las piedras. Porque hay muchas piedras, de muchos tipos, colores y texturas, y de todas ellas hablaremos a lo largo de este curso. Si no os gustan las piedras os acabarán gustando, y si no os acaban gustando tarde o temprano tendréis que dejar la cantería. A diferencia de la albañilería chatarrera, la cantería requiere cariño, aprecio y respeto por las piedras. Y no os estoy hablando de piedras talladas, cortadas, cuadriculadas, esas no son piedras, son losas, piedra muerta, materia trabajada que sólo tiene en común con las piedras el hecho de ser piedra y no  ladrillo de basurero. Yo os hablo de piedras crudas, irregulares, de las que tiene un golpe o media docena como mucho: piedras de río seco, piedras de cantera abandonada, grandes o pequeñas, pero todas diferentes y cada una con su personalidad propia. Los albañiles chatarreros levantan paredes lisas, a medida, hacen casas de mil formas y siguen los niveles y los planos. Nosotros no, nosotros somos la élite, somos tan únicos como nuestras piedras, por eso nos llaman por nuestro nombre y nadie dice llama al cantero sino llama al cantero Boquerón o al cantero Rodríguez. Cada uno de nosotros tiene su forma de trabajar y eso lo define ante los demás. A veces, vamos en grupo y se nos dice los Canteros de la Marisma, los canteros que llegaron del vertedero Gómez o los Canteros de la Bonita. Estos últimos son los más famosos dentro de la profesión, pero no se puede decir de dónde son porque ése es un título que todos los canteros quieren poseer. Por eso muchos canteros mienten como pescadores y afirman que ellos ponen la Piedra Bonita. Aunque mientan, no hay que dejar de creerles, ni tampoco desconfiar de ellos: es una cuestión de fe. A lo largo de vuestra trayectoria profesional vosotros también mentiréis, y por tanto hay que tener misericordia con los que mienten, y más si son canteros. Porque los días son largos y duros a pie de muro. Los riñones sufren, hay muchas piedras que colocar y no todas se comportan como esperamos de ellas. Hay días lentos en los que las piedras se niegan a encajar, y tiras la maza al suelo y reniegas del oficio, y dices nunca más, y puede que pienses que tu vida se esta torciendo como ese muro imposible y desees no haber tocado jamás una piedra. Entonces, sobre todo entonces, es cuando puede aparecer la Piedra Bonita. La Bonita es una piedra especial, sin forma ni tamaño, una más entre el conjunto de piedras por colocar...Pero ¡ay cuando la colocas! Pones la Bonita y todo el muro, toda la pared, todo la casa resplandece y cobra sentido. Pones la Bonita y has salvado el día, la semana. Regresas al hogar y todos te ven brillar con luz propia y te preguntan qué te pasa y tú lo más que aciertas a decir es: me llamo Agalla Fina y soy cantero. Con orgullo, con dignidad, con grandeza, sin la más mínima intención de volver a plantearte dejar el oficio. La Bonita aparece así, en los momentos de duda, pero también en aquellos en los que pecas de orgullo y presumes demasiado y viene la Bonita y te pone en tu lugar. Si vais a ser canteros, buscaréis la Bonita, soñaréis con Ella, querréis ser merecedores de Ella. Pero recordad: la Bonita no existe, es sólo un concepto y vuestro trabajo consiste en colocar piedras, no en buscar conceptos, dejad eso a los filósofos. A menudo os encontraréis mirando muros y casas buscando la Bonita, perderéis el tiempo, nunca está ahí, y si habláis con la persona que colocó esas piedras y señala con el dedo hacia un lugar y afirma que aquella piedra en concreto es la Bonita, no la veréis, porque la Bonita no existe, y además es invisible. Hay muros enteros, casas completas que han sido levantados sin una sola Piedra Bonita, y ahí están, no tiene nada malo, se mantienen en pie como todas las grandes obras que los canteros hemos llevado a cabo a lo largo de la historia. Pero observad a la gente, a los que no son del oficio, y si los veis asombrados ante una de nuestras construcciones, y en un instante afirman que es una obra Hermosa, y señalan a un punto concreto, o miran fijamente hacia un lugar determinado, no dudéis que por allí cerca anda la Bonita.
            ¡Bienvenidos a este curso, futuros canteros de Alagua!

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