3.-Los muertos

     Llevaban el cuerpo embadurnado con una pasta verde, verde  luminoso, como las algas tiernas. Vestían faldas escocesas, tejidas con retales de tela oscura entrecruzada con tiras de plástico blanco. En los hombros, chaquetas viejas de colores apagados: marrones y grises; y en sus cabezas pañuelos color rojo sangre, doblados en banda ancha, con un nudo grueso en un costado. Los cabellos muy largos.
Eran cinco. Y dos niños pequeños que vestían sacos de arpillera con cinturones de cuerda. Los niños también llevaban pañuelos rojos y también sujetaban con firmeza el borde deshilachado del un largo toldo azul. Arrastraban entre todos un bulto. La huella que dejaban a su paso procedía del interior de las marismas. Al llegar a la playa se detuvieron, y los hombres cayeron de rodillas en la arena, uno tras otro. Los dos niños se quedaron de pie, junto al bulto, enfrentados y mirándose a la cara.
La multitud de gente que había en la playa se aproximó a ellos, lentamente, agrupándose a cada paso hasta cerrar un círculo apretado a su alrededor. El hombre que había llegado en cabeza se puso en pie, caminó hasta donde estaba el bulto, abrió una solapa del toldo y mostró los dos cuerpos. La gente soltó una exclamación, muchas manos se taparon la boca.
Eran un hombre y una mujer. Verdes. Abrazados. Él era menudo, pero musculoso, llevaba puesta la misma ropa que sus porteadores, y un  pañuelo rojo y negro, muy brillante, como de seda, que le cubría la boca y la nariz. Ella tenía un pañuelo idéntico cubriéndole toda la cara; era muy corpulenta, sus brazos rodeaban por completo al hombre y su larga melena de pelo negro caía entre los dos. Vestía una segunda piel de red fina de pescar, untada de grasa consistente, que le llegaba desde el cuello a las pantorrillas; el resto del cuerpo cubierto de la misma pasta verde que unificaba al grupo.
            Y, sobretodo, destacaba el brazo del hombre, que pasaba por debajo de la axila de ella y colgaba en el aire. En él, una muñequera de cuero negro que le llegaba hasta la mitad del antebrazo. En ella un rectángulo de latón con una abultada clave de sol.
            —Es Nix de las Marismas —dijo una voz.
            —Y Rosa Valquiria, qué desgracia...
            Los cinco hombres rodearon los cadáveres, y comenzaron a despojarlos. El que los había mostrado a la gente, con el pelo entrecano y la cara curtida, le quitó la muñequera a Nix de las Marismas, soltando con dedos nerviosos los cordones de cuero que la sujetaban al brazo, y luego se la guardó en un bolsillo interior de su chaqueta. A continuación, un hombre cogió el collar de Rosa Valquiria y se lo puso a un niño, al de menor estatura. Lo mismo hizo otro hombre con el collar de Nix, y se lo entregó al niño mayor, que lo recogió con las dos manos; estaba temblando, y antes de colgárselo al cuello escondió con temor la cabeza entre los hombros.
 Los dos collares eran iguales. De cuerda metálica muy fina sujetando una minúscula tuerca cromada.
Cuando les llegó su turno, los dos hombres que quedaban sin intervenir, y que permanecían un poco alejados de los cadáveres, negaron con la cabeza. El de la cara curtida asintió, y su mirada quedó temblando en el aire, como si estuviera pensando... Luego recogió algunos objetos pequeños de los dos cuerpos y los guardó con prisa en una bolsa que escondió en la cintura de su falda, pegada a la piel.  Entonces se abrazó fuertemente a los cadáveres, les dijo algo, se quitó de la cabeza su pañuelo rojo, acomodó los brazos de Nix de las Marismas alrededor del cuello de Rosa Valquiria y los sujetó por las muñecas con un nudo muy apretado. Lo mismo hizo otro hombre con las manos de ella detrás de la cintura de él. Mientras tanto, los otros dos hombres les ataban las piernas, entrelazadas, comenzando por los tobillos y subiendo hasta media pierna. Una vez amortajados en un abrazo definitivo, los levantaron en volandas y caminaron hacia la gente, que se abrió a su paso.
            Cuando llegaron al carromato de La Remi, depositaron los cuerpos en el cajón, junto a los demás cadáveres, en la parte de atrás. Se quedaron un breve instante mirándolos. La gente que les seguía guardó a su lado un momento de silencio, y luego les abrió un hueco para dejarles regresar a la playa. Allí los hombres de las marismas recogieron el toldo azul y lo plegaron hasta convertirlo en un paquete, que cargó sobre su cabeza el niño mayor. Parecía orgulloso. Era alto, rítmico, y un poco titubeante.
 El grupo regresó a las marismas siguiendo el rastro que habían dejado al llegar. Delante de todos iba el hombre curtido, con el niño menor cogido de la mano. Tras él, los cuatro hombres, en fila de a dos. Al final, el niño mayor, con la lona a cuestas, un poco rezagado.
 
            Esta descripción pertenece a Concha de las Marismas, que se enteró de que yo estaba escribiendo estas memorias y vino acompañada de su nieto a visitarme al malecón. Ha tenido la gentileza de dictármela, y yo la he copiado palabra por palabra. Aquel día tan dramático Concha estaba en la playa, tendría unos nueve años de edad, y la escena se le quedó grabada en la cabeza porque el niño mayor, el que cogió con tanta ceremonia el collar de su padre, se convertiría años después en su compañero.
—Llevo más de medio siglo contando esta escena a la gente de las marismas    —me explica Concha—. Creo que la valoran tanto porque es la visión de alguien que entonces los veía a ellos con ojos sorprendidos y extraños. Yo nací en Alagua, y como no tenía familia, igual que tú, y los demás chicos de la playa, al día siguiente me marché detrás de aquel niño tan torpe y gracioso, y Mero y yo nunca nos separamos.
            —Mero fue un gran tipo... Es una buena descripción, Concha, me gusta mucho. Yo no pude ver aquella escena completa, estaba en el carromato, pero creo que recoge muy bien el ambiente de aquel día. Te aseguro que la meteré en las memorias. De hecho, el tercer capítulo podría comenzar de ese modo.
            —Gracias Yoser. Me alegro de que hayas decidido escribir tus memorias, y que las compartas con todos en los postes del malecón. No te extrañe si comienzas a ver por aquí niños de las marismas copiando esos textos.
            —En realidad la idea fue de Tuna Raspa. Yo no pensaba mostrárselas a nadie, sólo quería escribirlas.
            —Tú siempre tan alejado de todos, Yoser Pez. Ya eras así cuando niño. Quién sabe, tal vez por eso eres el más adecuado para hablar de todos nosotros, siempre nos has visto desde la distancia... 
            Concha de las Marismas mete la mano en su vieja chaqueta y saca un libro de papel de algas. Me lo entrega, lo abro, hay un índice que incluye una de sus historias más conocidas, la Fuente Verde, y otras cuatro historias tradicionales de las marismas. Se lo agradezco, me serán de mucha utilidad. Charlamos un rato sobre Mero, que falleció hace ya cinco años, y también hablamos sobre la añoranza.
 En Alagua, Mero de las Marismas era conocido como Mero “la Piedra”, los chavales decían que si lo arrojaban al mar no salía hasta que bajaban a buscarlo. Era imposible saber cuánto aguantaba Mero bajo el agua porque siempre aguantaba un poco más. Me quedo corto si digo que salvó de morir ahogados a más de cien. Desde luego la bahía de Alagua era más profunda desde su ausencia, y también más sorda. Mero no tacaba la gaita de vertedero, como sus padres, lo suyo era retener el aire no soplar, y su instrumento personal eran las tablas de pie, algo único e intransferible, que consistía en sujetar con los dedos de los pies dos o más listones de madera que, al ser golpeados entre sí con ritmo, recordaban el canto chasqueante de algunos pájaros de las marismas. Pero lo mejor era verle tocar, sentado en el suelo en equilibrio inestable, con los pies bailando en el aire, ¡qué postura!, recordaba un molusco simpático que ha salido a divertirse un día de fiesta. Había mucha alegría y comicidad en su forma de tocar.
Atardece ya cuando Concha y yo nos despedimos, y antes de que me dé cuenta  se ha subido en su esquife, le digo adiós a su nieto con la mano, y se alejan remando hacia el otro lado de la bahía. Los veo perderse, camuflados entre las grandes masas de algas a la deriva. Son gente hermosa, ahora ya no se tiñen de verde, pero hay en ellos todavía un algo verde, luminoso y tierno.
La verdad, me empieza a gustar esto de escribir unas memorias que se están publicando mientras las escribo. Me recuerda mucho a una época en que pintaba con tintas chinas. Tiene su gracia, puedes pensar lo que quieras antes de meter el pincel en el tarro, puedes reflexionar apresuradamente mientras lo llevas por el aire en dirección a su lugar de destino, incluso puedes detenerte a un milímetro de la hoja, y pensar de nuevo, y sufrir pensando, pero, una vez has tocado la hoja, ya está, ahí se queda, y no vale pintar encima. Ahora, lo que más me gusta es que alguien me quite el pincel y ponga tinta de la suya en mi hoja. Gracias, Concha.

            Bien, sigamos. El caso es que esa escena relatada con tanto detalle por Concha de las Marismas yo la viví desde lo alto del carromato de La Remi, que había sido prácticamente desmontado hasta dejarlo en poco más que una simple plataforma para transportar cadáveres. Estaba sentado en el pescante, junto al maestro Dosi, y vimos llegar a la gente rodeando a los hombres de las marismas, y participamos con todos ellos en aquel silencio reverencial. Recuerdo que estábamos agotados, aquél sería el octavo y último viaje hasta el Horizonte oxidado, casi todo el día convertidos en sepultureros... Pero, a pesar del agotamiento, también me impresionó, y me dolió de un modo desconocido ver a Nix de las Marismas muerto, porque era una leyenda para nosotros, la gente de la playa. El cadáver de Rosa Valkiria simplemente no lo comprendí.
Quiero decir que no comprendí que alguien como ella pudiera morir. Una leyenda como la de Nix, con palabras a medias y a menudo exageradas, no era nada comparable con verla a ella surgir de entre las algas, como un tritón gigante, enfundada en el mismo traje que ha descrito con tanta precisión Concha de las Marismas. Sucedió una tarde en que yo andaba un poco perdido por las marismas, y ella apareció de pronto ante mí, imponente, aterradora, pero al instante se retiró de la cara su reluciente melena  y me miró con aquellos ojos negros, chispeantes, que sabían sonreír: `Ten cuidado, chico, ese fondo que estás pisando no es seguro. ´ Luego desapareció entre las algas, y después nos vimos en algunas ocasiones, nos saludábamos de lejos con la mano, una vez pronunció mi nombre. Yo me crié en el cinturón de chatarra de las marismas, muy cerca de donde vivían ellos, y las noches en que llegaba hasta mi refugio el sonido de la gaita de Rosa Valquiria eran noches para creer.
—Vamos a necesitar antorchas —le dije al maestro Dosi—. Nos cogerá la noche antes de regresar.
—No te preocupes por eso —me respondió, con una sonrisa cansada, y sacudió las riendas de Caramelo. Iniciamos de nuevo la marcha, esta vez con brío porque ya conocíamos el camino y su rutina. Hasta el momento no habíamos entablado conversación, en parte porque en los viajes anteriores yo iba casi siempre encima de la mula, indicándole a él y a la vez guiando al animal por el camino más seguro entre la chatarra. De todas formas, el maestro Dosi hablaba tan poco que te obligaba a hablar a ti. Recuerdo que para preguntarme por los cuerpos abrazados primero se giró, los miró con detenimiento, luego me miró a mí, frunció las cejas y, sin decir palabra, miró al frente. 
—Él era Nix de las Marismas —expliqué—. Dicen que con una chifla de rotulador inventó la gaita de vertedero. Ella era Rosa Valkiria, vivía entre las algas y tocaba la gaita de una manera... Bueno, todos allí son gaiteros. Y golpean el suelo con los pies, llevando el ritmo.
—Son verdes...
—Es algo que se dan en el cuerpo para ahuyentar a los mosquitos. Una mezcla de tinta de rotulador y agua de una fuente de hierro que encontró Nix de las Marismas... es una larga historia.
—Parecen muy organizados.
—Es gente antigua. Llegaron aquí mucho después del Derrumbe. Tienen jefes, familias, hijos y todo eso, como los Anteriores.
—Como la mayoría de la gente, Yoser. Serena Fala es hija de La Remi...  
—Yo no sé nada de esas cosas. Y tampoco me gusta demasiado la gente organizada. En Alagua no estamos organizados, y nos va muy bien.
—No creo que los muertos de ahí detrás opinen lo mismo. Con un poco de organización podían haberse salvado... Eres un niño, Yoser.
No me gustaba aquella conversación, su manera de sonsacarme, así que bajé del pescante, me subí con cuidado sobre la mula, y me senté bien sujeto a su cuello. Caramelo meneó las orejas con placer y poco después yo me olvidé de todo y me puse a tararear una melodía, con la vista fija en el Promontorio. Era el estribillo del sólo de arpa de boca que había interpretado para los titiriteros detrás del Promontorio. Una y otra vez, siempre el Promontorio... Los sucesos de aquel día tan largo chocaban en mi cabeza y buscaban una expresión. Buscaban su propia música. Tal vez, pensé... un preludio: algo que te dice que algo va a suceder... y eso es todo lo que sabes, todo lo que tienes. Mi cabeza de niño se preguntó, simplemente, qué sonido tendrían los muertos. Estaba seguro, el Preludio del Promontorio debería tener bocas moradas abiertas al cielo esperando un aire que no llega, y, a lo lejos, insinuada, confundida con un viento helado que comienza a soplar, una gaita:
 
La vida
vacía el fuelle
                                    y, con el último aliento,
toca la gaita
la muerte.
 
Estuve a punto de dormirme encima de la mula, probablemente lo hice, y cuando abrí de nuevo los ojos ya habíamos pasado el Promontorio y estábamos entrando en el Horizonte oxidado. A partir de allí comenzaba a cerrarse la bahía y podía sentirse la agresión que aquella masa descomunal de chatarra inestable ejercía sobre la costa. Era una franja de más de cien metros de materia comprimida que se enfrentaban a un mar irritado que tenía a su favor todo la paciencia del tiempo. Se oían a lo lejos las olas dando zarpazos a la chatarra y haciéndola saltar en pedazos. Y, ante todo, dominaba la sensación de peligro. El suelo en movimiento. Los crujidos atenazados que crispaban los nervios.
La mula Caramelo era más sensible que nosotros, y ya en el primer viaje se había negado a entrar en el Horizonte oxidado. Quisimos vendarle los ojos, pero retiraba la cabeza, y entonces el maestro Dosi sacó de un cajón que había bajo el pescante, donde estaba la mascarilla antigás de la mula y todo su equipamiento, unas fundas acolchadas más altas que yo, y se las pusimos en las orejas y pudimos seguir adelante. De todas formas, en aquella zona Caramelo no se dejó guiar, hubo que dejarla con las riendas sueltas para que escogiera su propio camino, y en ocho viajes escogió ocho trayectos diferentes para llegar al mismo sitio. La mula detectaba ciertas inestabilidades en el suelo y cambiaba de dirección sin previo aviso. Nosotros confiábamos en ella y nos dejábamos llevar.
Como en los demás viajes, cerca ya del mar, nos detuvimos y situamos el carromato junto a la sima donde arrojábamos los cadáveres. No había testigos ni ceremonias y tampoco complicaciones innecesarias, se trataba de descargar y salir de allí cuanto antes. No quedaba otro remedio. En  Alagua la muerte se aceptaba sin contemplaciones, un simple cadáver se subía en un trozo de plástico, se arrastraba hasta la ciénaga, se deposita en un lugar señalado, donde iban a comer los cangrejos, y las personas no se acercaban hasta que la señal que marcaba el lugar había desaparecido bajo el lodo... pero un  cadáver o dos no eran ochenta y cuatro, y eso sin contar los que llegarían al día siguiente. Entregar al pantano una osamenta no era igual que hacer de un solo golpe todo un cementerio, y además con cadáveres contaminados.
El maestro Dosi colocó en un lado del carromato una rampa y uno a uno fue deslizando los cuerpos, que se escapaban de sus manos, se perdían con un silbido y poco después regresaban convertidos en el eco insignificante de un chapoteo. Cuando les llegó el turno a Nix de las Marismas y a Rosa Valkiria tuve que ayudarle, porque pesaban demasiado para moverlos el solo desde la trasera del carromato. No me lo había pedido en los viajes anteriores, yo sólo era el guía, y sentí reparo al hacerlo.
Hay un dicho en Alagua: todas las olas son la misma, menos la ola que te arrastra.
Antes de empujarlos al vacío, yo cometí el error de pasar mis manos por los cabellos negros de Rosa Valkiria, y tocarla a ella fue como tocar la muerte toda. Recuerdo que las manos me quemaban y no quería limpiármelas en el cuerpo.  Recuerdo que miraba mis dedos y comprendía que la carne es una funda para los huesos. Entonces se me vino todo encima.
Supongo que dejas de ser niño cuando te das de morros con la muerte. No la muerte como un símbolo, como un largo viaje sin retorno, como una despedida definitiva, no, la muerte física, la de la carne. Ocho viajes con el carromato cargado de cadáveres eran demasiados muertos para mí. De pronto aquellos a quienes admiraba y emulaba en mis juegos de niño, eran apenas comida para los peces. Sólo bultos pesados entre mis manos. Y cuando comprendes que esas personas han comenzado a pudrirse y tú no quieres pudrirte con ellas, porque tú estás vivo y esas personas muertas... Es precisamente esa decisión,  la de formar parte de los vivos y sentir rechazo por los muertos, la que te destroza la infancia. Porque si estás vivo necesitas saber qué es la vida, e intentar averiguarlo hace que todo se vuelva tan real que antes de empezar a hacer nada ya sientes que te falta tiempo. No hay vida sin tiempo.
—Una pérdida imposible de reparar... —dijo con rabia el maestro Dosi— Algo más que una desgracia.
—...
—Dime, Yoser, ¿quién es la persona más vieja de Alagua?
—...
—¿No lo sabes o no me lo quieres decir?
—No estoy seguro. Delfina Marea, tal vez.
—Cuando regresemos tienes que llevarnos con ella.
No podía negarle nada, a fin de cuentas unas horas antes los titiriteros me habían salvado la vida. Sin embargo, desconfiaba.
—Lo haré, claro...
Antes de terminar de hablar, y sin darnos tiempo para regresar al pescante, Caramelo se puso en marcha de golpe. Corrimos para no perder las riendas y evitar que se le enredaran en las patas y, al ocupar el asiento, vimos una grieta oscura que se abría a nuestra derecha a la velocidad del carromato. Caramelo se puso a correr en paralelo a la grieta, aunque mirando en la dirección opuesta. Dirigimos hacia allí las miradas, y una grieta diez veces más ancha que la otra se dirigía por la izquierda en dirección a nosotros. Caramelo corrió con verdadero frenesí, la grieta de la izquierda se acercaba en perpendicular y la de la derecha corría a nuestro lado. Parecía que entre las dos seguían una estrategia e iban a conseguir cerrarnos la salida. Caramelo se esforzó al máximo y, cuando las dos grietas chocaron, el carromato pasó volando justo por encima del punto de colisión. A pesar de todo recibimos un golpe en las ruedas traseras, saltamos en el aire, el carromato se ladeó y al caer de nuevo en el suelo arrastró a Caramelo. La mula perdió el equilibrio y comenzó a escorarse, a perder el control, pero antes de ceder logró detener el carromato. El maestro Dosi y yo salimos proyectados hacia ella y nos estrellamos contra sus ancas. Caramelo cayó de manos, bufó enrabietada, se puso en pie, sacudió la cabeza y siguió adelante. Ligera, en línea recta. Al salir del Horizonte oxidado, se detuvo, y esperó a que nosotros tomáramos las riendas. Sin duda aquella mula tenía elaborado un criterio sobre cómo hacer las cosas. Sin duda.
Estaba anocheciendo y la oscuridad comenzaba a borrar los caminos, se distinguía con dificultad el borde del acantilado, el maestro Dosi accionó una palanca debajo del asiento del pescante y se hizo la luz. Una luz indirecta que salía de debajo del carromato y alumbraba unos metros por delante y también alrededor. No me sorprendió, la verdad, me recordaba aquel extraño camión que se encendió de noche en el acantilado, y lo acepté como una cosa más de aquel día singular que lo estaba cambiando todo. Si era cierto que existían las máscaras antigás, las extrañas inyecciones que resucitan, la música encerrada en cajas, no había motivo alguno para que no hubiera luz de...
—Se llama dinamo —me explicó el maestro Dosi—, es una rueda que va al eje del carromato, gira con él y genera luz eléctrica...
—¡Mira! —exclamé, señalando hacia Alagua.
En mitad de la playa habían encendido una hoguera, y alguien encendió en ella una antorcha, y con ella se encendió otra antorcha, y otra, y otra, y entre todas fueron dibujando una serpiente de luz que en unos instantes llegó hasta nosotros. Cientos de personas, incluidos enfermos y heridos, habían formado una cadena para indicarnos el camino a casa.
—¡Alagua! —exclamé con orgullo. El maestro Dosi quitó la luz artificial, y sus ojos se hicieron grandes, se volvieron niños.
 
Sin embargo, al llegar a Alagua nos encontramos de nuevo con la deprimente realidad. Centenares de personas inconscientes, pero vivas, habían sido dispuestas al modo tradicional en la lengua de playa y se estaba formando una línea de antorchas para velar sus cuerpos. Había poco movimiento, demasiada gente sentada y tirada de cualquier modo: muchas más víctimas que personas sanas con capacidad para atenderlas. Y nadie hacía otra cosa que esperar. Gemidos, lamentos, y un olor agrio que atravesaba el aire. Un olor enfermo.
La Remi y Serena Fala vinieron a nuestro encuentro. Estaban derrotadas. Rechazaron de inmediato la propuesta del maestro Dosi de hablar esa misma noche con Delfina Marea y con los demás viejos del lugar. Serena respiraba mal, y ése era un argumento de peso. Esa misma mañana, en un arrebato, ella se había deshecho de casi toda su provisión de inyecciones de atropina, y tal vez había salvado la vida a más de cincuenta personas pero poniendo la suya en grave peligro. Yo había visto a La Remi esconder un puñado de jeringuillas para su hija, de no haberlo hecho Serena las hubiera gastado todas. Las dos decidieron acomodarse bajo el carromato para pasar la noche y yo me sentí aliviado. Antes de que cambiaran de idea comencé a marcharme. Le devolví a Serena la caja con la mascarilla antigás, pero tuve cuidado de quedarme quieto, y ella me la devolvió:
—Si estás solo, puedes quedarte con nosotros.
—No. No estoy solo —mentí, y apreté la caja con fuerza, como si pertenecer a un grupo justificara que me la quedase—. Mañana vendré temprano, y os llevaré con Delfina Marea.
Sin más despedida, eché a correr, y seguí la línea de antorchas y a mitad del camino torcí hacia las marismas. Mis ojos se acostumbraron pronto a la oscuridad y caminé entonces con más calma. El cielo estaba sorprendentemente limpio y, en lo alto, las estrellas querían decirme cosas, pero yo no lo sabía porque entonces no conocía ni sus nombres. Vi una luz a lo lejos, en mi refugio, y aceleré el paso.
Nadie entraba nunca en mi refugio, de modo que antes de arriesgarme a recibir una sorpresa desagradable subí por un costado y miré por el tubo de respiración. Allí abajo estaban Jota Sargo y Rito Escama, agazapados, dormidos, apenas entre los dos un puñado de huesos y, abrazándolos con una manta de trapos, la pequeña Tuna Raspa, también dormida, pero con los ojos muy abiertos, y más tiesa que la vela que tenía a su lado.
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